En un retiro de meditación, un estudiante, al escuchar la indicación de mantener silencio, preguntó al maestro si hablar estaba prohibido. El maestro respondió:

Prohibido, prohibido… no está prohibido. Lo único que se te pide es que, antes de hablar, te preguntes si la otra persona necesita realmente escuchar lo que le vas a decir.

Esa respuesta encierra una clave esencial: el silencio no como norma estricta, sino como gesto de respeto hacia la práctica de los demás. Cada cual va a un retiro para vivir su propia experiencia. Hablar para compartir cómo te sientes o sin una necesidad clara que no pueda resolverse de otro modo se convierte en una intromisión que distrae y desvía la atención de quienes han acudido en busca de recogimiento.

Sin embargo, en nuestras sociedades, hablar de un retiro con silencio suele evocar la imagen de un castigo autoimpuesto, el equivalente moderno de un cilicio mortificante. Para muchas personas, un retiro significa relajarse, no hacer nada o entregarse al placer de conversar para relacionarse y conocerse con otros. En ese marco, la regla del silencio aparece como una represión aguafiestas, un malestar autoinfligido, una medida incómoda que resulta difícil de sostener más allá de unas horas.

En realidad, salvo en momentos culturalmente consensuados —una conferencia, donde se guarda silencio para escuchar, o un funeral, donde se comparte un recogimiento común—, el silencio suele arrastrar connotaciones negativas. Tanto cuando se impone desde fuera como cuando se lo impone uno mismo, se interpreta como aislamiento, incomunicación o deseo de apartarse, de diferenciarse, incluso como signo de insociabilidad o de arrogancia.

Ahora bien, si lo que buscamos es comprender el valor del silencio en una comunidad, conviene dar un paso más: no basta con callar, porque no todos los silencios sirven. Algunos, lejos de abrir la experiencia, se convierten en trampas que terminan alimentando al ego y levantando muros en lugar de derribarlos.

Uno de ellos es el silencio que se encierra en sí mismo. Cuando se vuelve opaco y ensimismado, acaba alejando a la persona del grupo. En lugar de abrirse a la experiencia común, ese silencio levanta un muro invisible que separa y empobrece.

Otra trampa posible es el silencio exhibido, convertido en distintivo o en mérito personal. Guardar con rigor un silencio severo para mostrar una supuesta superioridad frente a quienes hablan más o lo hacen de otro modo no es más que otra forma de ruido. Se trata también de un silencio narcisista: un gesto que, en vez de acompañar y cuidar, busca destacar, exhibirse y diferenciar.

El verdadero silencio, en cambio, no tiene nada de hostil ni de represivo. No se orienta a demostrar nada que no sea cuidar la propia práctica y la de los demás. Es un silencio que evita distraer con palabras innecesarias, pero también con gestos o movimientos superfluos que rompen la calma compartida. Es un silencio amable, que no está reñido con una sonrisa ofrecida a todos y a nadie en particular. Un silencio que no aísla ni da la espalda, sino que reconoce la presencia de los otros y se entrelaza con sus silencios.

El silencio amable no aísla, no exhibe: acompaña. Es un silencio que cuida y que une.

Mokushō

Nota: 黙想 (mokushō) significa literalmente “pensar en silencio”, y suele traducirse como meditación silenciosa o contemplación interior. El kanji está compuesto por (mutuo, recíproco) y (kokoro, corazón). Esto nos recuerda que la verdadera contemplación no es fría ni aislada, sino que implica pensar con el corazón, en relación con los demás. En este sentido, 黙想 conecta con la idea de un silencio amable: un silencio que nace del corazón y que se abre al otro.

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