
En su maravilloso libro, El universo en tu mano, Christopher Galfard nos hace viajar imaginariamente, entre estrellas, más allá de las galaxias, por la oscuridad, a través de inmensas esferas, hasta que, a millones de años luz, damos con una pared, un gran muro que rodea todo este universo conteniéndolo en una gran esfera como si se tratase de la versión inmensa de aquellas canicas de vidrio que tenían dentro una espiral de colores vivos.
Y no se puede evitar pensar que al lado de esta gran esfera puedan haber otras esferas que a su vez contengan otros universos y que, todas ellas quizás se encuentren dentro de una esfera todavía mayor que a su vez se halla al lado de otras grandes esferas y así hasta marearse uno con tanto infinito y de sentirse, cada vez, más micropartícula entre tanto tamaño inimaginable.
Como le sucede al adolescente de Julian Ayesta en su novela Helena o el mar de verano, que en la soledad de una espera se pregunta cómo serán en realidad las cosas, y se deja llevar por la idea de que nuestro mundo —con su cielo, mares, barcos, mujeres y hombres— pueda estar dentro de un bichito, que a su vez vive dentro de otro bichito mayor, que forma parte de un protón, que integra el núcleo de un átomo, de una molécula, de un pelo… de sabe Dios qué gigante o cosa extraña que no podemos imaginar.

Y con todo, a uno le viene a la memoria aquel vídeo que, partiendo de un quark, hace un zoom vertiginoso atravesando el núcleo, el átomo, la molécula, el ADN, la célula, de una gota de agua y el zoom sigue hacia arriba y se ve cómo vamos dejando la tierra, el sistema solar, la galaxia hasta perderse en la oscuridad total, allí donde debe encontrase el muro de nuestro universo que describe Christopher Galfard en su libro y del cual sospechábamos que se trataba de una sola de las canicas de una gran bolsa que, como imagina el adolescente de Julian Ayesta, lleva alguien que a su vez forma parte de algo mayor y así hasta el infinito.
En todo esto parece como si, disminuyendo proporcional y progresivamente de tamaño, pudiéramos viajar de infinito a infinito cruzándolo todo en línea recta ya que, al final, desde los quark hasta el universo, todo son esferas, formadas por esferas que guardan entre si distancias tan grandes que podríamos atravesarlo todo sin chocar con nada ya que no hay nada contra lo que chocar porqué todo, absolutamente todo, está formado por partes separadas, a su vez, por grandes espacios vacíos.

Entonces parece como si se estuviera más cerca de entender el poder atribuido al círculo, no tanto por ser la representación plana del perímetro de una esfera como por contener en sí mismo el vacío al que remite todo y en el que todo es posible, tal y como decía Lao Tse buscando explicar que era el Tao:
Al Tao se le llama la Gran Madre.
Vacío pero inagotable,
da nacimiento a infinidad de mundos.
Se halla siempre presente en tu interior.
Puedes usarlo del modo que quieras
Y es con todo esto, con la clara consciencia de la inmensa presencia del vacío, que emergen, diáfanos, estos versos de Roberto Juarroz:
A veces parece
Que estamos en el centro de la fiesta
Sin embargo,
en el centro de la fiesta no hay nadie.
En el centro de la fiesta está el vacío.
Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.
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